I. Premisas a una herejía del debate
1.Purgado hace décadas de los pocos elementos traumáticos que lo hacían necesario e interesante; supeditado al proyecto general de infantilización del público y desinfección de las artes; armónico con la letanía cromática y rica en semitonos de la Mediación Cultural; naufragado en el catálogo oceánico de los servicios, suplementos y acompañamientos; sometido a las mil inflaciones del comentario crítico y de la crítica de bolsillo; nutrido de las hipertrofias y miserias del sujeto en la era psi; consumido por las tétricas alegrías del pensamiento positivo, el uso físico y espiritual del arte recuerda cada vez menos a la colisión “fatal” y excedente entre un sujeto espiritual y un objeto poético para asemejarse cada vez más, al encuentro “causal” e instrumental entre un sujeto colectivo y un objeto cultural. Con tal de que resultase motivado y motivador se lo ha oportunamente curado de la enfermedad de ser un motivo en sí mismo.
2. Precisamente por haber sometido la vivencia subjetiva del arte (para quién lo hace y para quién lo recibe, si es que esta sintaxis no está del todo desarticulada) a un imperativo de socialización, la Cultura —que es simplemente un programa extenso de rentabilización y rehabilitación social de todo lo artístico— no puede sino saludar con estratégico optimismo la mengua progresiva de toda objetividad (y de cualquier objetualidad) en las artes.
3. A esta campaña redentora contribuye hacendosamente y con celo asistencial la parafernalia neopuritana de las deconstrucciones de toda clase, o eso que Antoine Compagnon llamó “demonio de la teoría”, cuyo desatado aquelarre académico tiene sustancialmente por objeto descafeinar y redimir todos los sectores de la realidad, sobre todo los más potencialmente viciosos (el arte es de ésos).
4. En el marco de esta imparable labor de desmaterialización y conceptualización de bajo consumo, el establishment del comentario y de la mediación tiene todo el interés del mundo en recalificar el objeto artístico como un objeto cultural. Porque es precisamente ascendiendo a los privilegios canonizadores de lo cultural como el objeto singular del arte se convierte cada vez más en documento de un sujeto plural. ¡Aleluya!, pues. La vivencia personal del arte se vuelve encuentro sociocultural de un sujeto colectivo consigo mismo. Liturgia autógena. Y excomulgación por blasfemia de toda excelencia, de toda excedencia, de toda excepción. Convertido en medio del medium que fue, el arte honra su vocación medial (o mediática) optando preferentemente por una oportuna mediocridad.
5. No cuestionamos la bondad del cambio (aunque sea cuestionable). Al contrario, lo asumimos como un hecho. No recomendamos ninguna palingenesia, ningún retorno forzoso a las costumbres de pensamiento que precedieron la Edad feliz de los Patrimonios Inmateriales, de las Jornadas Mundiales, de los Valores Universales y de los memes motivacionales. Cuestionamos aquí, si acaso, el repertorio de los mitos socio-teórico que, aplicándose regularmente a la circunstancia del “encuentro con el artista” o del “debate sobre el arte”, convierten esas circunstancias o dromologías en liturgias, afianzando como un sucedáneo de religión (por ende, como un dispositivo plenamente consensual) la cultura que las propicia y las invoca - o como un sucedáneo de iglesia el marco colectivo en el que se celebran.
Cuestionamos, en suma, las creencias y entredichos beatos que, al actuar subrepticiamente en la casuística oceánica del epa (Encuentro Público-Artista), del after-talk, del bord-de-scène, del try-out y de los debate actuales, socavan cualquier posibilidad de que esas dromologías cesen de desplegar un consumo ficcional del significado para otorgar lo que prometieron: una producción real de significado. Mientras el debate no sea teatro de una operación exegética, sólo seguirá siendo la aclamación y perpetuación implícita de los mitos y valores que lo han vuelto igual de obligatorio que un precepto religioso (volviendo obligatorio y salvífico también el “consumo de arte”). Esos mitos y valores lo siguen caracterizando el “debate” como un deber disfrazado de deseo; una muestra exquisita de buena voluntad; el lugar de ejercicio de una confianza completamente hipócrita en los poderes de autoexculpación y de absolución de la palabra como lubricante de todo lo cultural. Como cuando el criminal norteamericano, “eligible for parole”, intenta convencer al comité de expertos de que su rehabilitación es un hecho. Y el comité premia no ya la rehabilitación real, sino la calidad de simulación del arrepentimento que vertebra el esfuerzo de persuasión).
6. Creemos que es muy urgente no sólo desautorizar a golpes de escepticismo la liturgia cultural del comentario compartido, sino someterla a una generosa labor de revisión. Mientras la semántica implícita en el actual protocolo de comentario no sea revelada por lo que es —una operación ficcional—, seguirá funcionando en términos taumatúrgicos, como promesa infinitamente renovable de efectos que son reales sólo porque son objetos de una creencia sin fisuras. La cultura, tal y como emerge del sistema de mediación que la implanta, difunde y promueve, es, en resumidas cuentas, una religión o ideología que consigue darle prestigio mítico a su ajuar de abstracciones.
7. El axioma del debate es que el arte puede ser malo, pero la cultura es siempre buena. Y que la función de la cultura es precisamente la de rehabilitar, socializándolo, incluso al arte más imperdonable.
8. Nos parece indefectiblemente perverso un mundo en el que el arte se ve convertido en “ocasión de cultura”. Y nos parece inasumible que el único cometido legítimo del arte sea proporcionar pretextos al debate y a sus formas corrientes.
9. Una vez más, no se trata de desmantelar el perfil inevitablemente teatral de eso que, cada vez, se parece a un performance cultural de la colectividad, sino de devolverlo al potencial de tergiversación consciente, de astucia mental, de imaginación exegética que son inherentes a todo lo teatral. Espectador emancipado no es el que ofrece el performance de una sinceridad presunta en el marco en el que se le persuade de que es sincero y de que ser sincero es bueno, sino el espectador que asume el rol de espectador como un actor asume su rol, a sabiendas de que la sinceridad no es necesariamente productora de verdades, y de que al candor de la vivencia espontánea es siempre preferible la astucia de la interpretación premeditada.
Esto es lo que distingue al actor bueno del malo. Es también lo que distingue al espectador adulto del niño (mal) educado. Puesto que el debate ha venido configurándose como un paradigma semi-ficcional añadido a la ficción menguante de lo que fue el teatro, la única manera de convertirlo en un hecho real es precisamente asumir su ficcionalidad como un fenómeno ya insoslayable.
Autoria: Roberto Fratini
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